Pan de muerto chilango: el pan que alimenta la memoria

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El aroma de octubre

En la Ciudad de México, los últimos días de octubre huelen a flores, copal y pan recién horneado. Entre calles y mercados, el pan de muerto anuncia su llegada como un gesto de reencuentro: un ofrecimiento fraternal entre los vivos y los que regresan. En cada mesa y altar, este pan redondo se convierte en símbolo de cariño, recuerdo y comunión.

El pan: alimento, símbolo y herencia

El pan es un alimento profundamente arraigado en la vida cotidiana de México. Su historia comenzó cuando el trigo fue introducido por los españoles y desde entonces cada región lo moldeó con su propio ingenio, entrelazando creencias e ingredientes locales.

En el gusto y la interpretación de los sabores se tejieron mundos distintos: lo indígena y lo europeo, lo ritual y lo cotidiano. Los panes de muerto cubiertos de azúcar con aroma de azahar o naranja, los que incorporan pulque o guayaba, son testimonio de ese mestizaje que caracteriza la cocina mexicana. No solo provocan antojo: son vehículos de identidad y memoria, una forma de preservar el alma de los pueblos a través del arte del pan.

El ofrecimiento fraternal

El ofrecimiento fraternal es el pan. En los templos, la Iglesia lo presenta como “el cuerpo de Cristo”, pero en los altares de los hogares mexicanos adquiere un significado más amplio: es el vínculo entre mundos, una manera de compartir con los ausentes lo más sagrado que tenemos —el alimento.

El pan de muerto se coloca en el altar como una ofrenda de amor y agradecimiento. Elaborado de distintas formas y aromas, representa la hospitalidad eterna del pueblo mexicano. Es el pan que no solo alimenta el cuerpo, sino el alma de quienes regresan cada noviembre para sentarse otra vez a la mesa familiar.

El simbolismo del pan

La forma redonda del pan de muerto representa el ciclo sin fin de la vida y la muerte. La bolita al centro simboliza el ombligo del mundo, el punto donde nace y regresa la existencia.

Los cuatro “huesitos” que lo cruzan tienen múltiples interpretaciones: algunos dicen que evocan las extremidades humanas; otros, los cuatro puntos cardinales; y hay quienes ven en ellos a los cuatro dioses primordiales de la vida prehispánica:
Quetzalcóatl, hacedor de los hombres;
Tezcatlipoca, el que da y quita la vida;
Xipetotec, dios de la regeneración;
y Tláloc, señor de la fertilidad.

Cada pan es una pequeña cosmogonía: un universo redondo donde el cuerpo, el alma y la tierra se reconcilian en un solo bocado.

De los antiguos dioses al horno moderno

El culto a la muerte en Mesoamérica fue profundo y vital. Aunque las intenciones han cambiado, persisten reminiscencias de aquel vínculo sagrado entre el alimento y la ofrenda. Fray Diego de Durán escribió que, en las ceremonias dedicadas a Huitzilopochtli, el pueblo comía tzoalli con miel —una preparación de amaranto y miel de maguey— como símbolo de comunión con lo divino. En ese gesto ancestral se encuentra la raíz espiritual del pan de muerto.Con el paso de los siglos, las manos mestizas transformaron aquellos ritos en nuevas expresiones. Las primeras recetas impresas de pan de muerto aparecieron entre 1938 a 1950, en recetarios como Los 365 menús del año: Noviembre de Josefina Velázquez de León. Desde entonces, el pan ha seguido reinventándose con ingredientes y formas contemporáneas, sin perder su esencia: una ofrenda que une, un pan que recuerda.

El pan de muerto en la Ciudad de México

En la capital, el pan de muerto comenzó a venderse en panaderías tradicionales como La Vasconia y El Globo, donde cada otoño llenaban sus vitrinas con estos panes redondos espolvoreados de azúcar. Y desde hace años atrás, la tradición se extiende por toda la ciudad: desde las panaderías de barrio hasta los hornos artesanales de la Roma, la Condesa, la San Rafael y muchas más. Hay versiones clásicas, negras, naranjas, rellenas, cubiertas de chocolate o de masa brioche, pero todas comparten el mismo propósito: recordar, celebrar y reunir.

La memoria que se come

Cada octubre, los chilangos vuelven a encontrarse con ese pan que huele a infancia, a altar y a reencuentro. En su dulzura se esconde la enseñanza más antigua: la muerte no es ausencia, sino memoria compartida.Y así, al partir el pan de muerto, compartimos nuestro corazón y también un pedazo de nuestra historia: una ofrenda que, desde el horno hasta la mesa, sigue alimentando el alma de la ciudad.

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